CIUDAD DEL ESTE, PARAGUAY

9:30

“A la frontera hay que saber manejarla”
Por Nerio Tello (Buenos Aires, Argentina)

“¿Ciudad del Este?” repitió el hombre casi sin inflexión. Cuando comenzó a hablar deschavó su ritmo brasileño, pero hablaba un castellano limpio. “No es que hable castellano con acento” dijo, “Soy uruguayo pero vivo hace 20 años en San Pablo”. El hombre tenía gestos sobrios, como buen uruguayo. Y como buen uruguayo se llamaba Nelson y un apellido español que ya se me olvidó. Todo en él irradiaba simpatía, saludaba a la gente, se reía. En Buenos Aires diríamos que era un ganador; pero no, era simplemente “el uruguayo”.
“¿Ciudad del Este? Es sólo electrónica, pero hay que andar con cuidado” sentenció. Era un hombre de sentencias, sin duda. Su trabajo de vendedor de artesanías (en realidad distribuidor, era un mayorista) lo llevaba por Puerto Iguazú, donde lo encontré, por Posadas, Resistencia…. Y algunas ciudades uruguayas como Paisandú y otras brasileñas que solo él parecía conocer. Al nombrarlas, lo hacía en ese tono tan particular de los brasileños. Acentuando finales, generando una musicalidad tan propia.
Contó algunas cosas sobre la frontera –anécdotas irrelevantes – pero admitió conocer el negocio. “A la frontera hay que saber manejarla” volvió a sentenciar. “¿Manejar?” pregunté. Y el movió los hombros como diciendo “a buen entendedor…”. Inmediatamente se puso grave y me miró a los ojos: “Ojo: contrabando nunca, eh!” dijo apuntando con el índice su pecho uruguayo.

Ciudad de Este es un paisaje extraño. Más que una ciudad es una metáfora. Pero cuando se la conoce, se la reconoce como una metáfora sórdida, ambigua, cabalgando entre el deseo y la desesperación. “¿Electrónicos?” esa es la pregunta. Un centenar de hombres cincuentones, y algunos jóvenes, se montan sobre los hombros del recién llegado y le alcanzan folletos y promesas. “Los mejores precios” profetizan como Mesías en busca de fieles. “Se lo llevamos a la Argentina”, dice otro; “Puede pagar en pesos, con tarjeta…”

Tras esos dos o tres minutos de haber pisado Ciudad del Este, ex Puerto Stroessner, uno se da cuenta de que es Paraguay. El recién llegado tiene la sensación de haberse equivocado de destino. Decenas, quizás cientos, de ofertantes ocasionales acosan a todos y cada uno de los recién llegados. Ni la más bella de las damas –piensa el cronista – tendría tanto pretendientes como el que recién llega. Lo peor de todo es que este cronista llegaba “solo a mirar”, pero cómo explicar eso en un mundo que se mueve en cuánto tiene, cuánto quiere, qué le vendo…
En ese instante el cronista recordó a Hernán, un tachero en Puerto Iguazú que tenia la solución para todos los males. “Lo llevo a un lugar donde usted compra seguro, lo espero en la puerta, cuando usted termina de comprar, volvemos. Esos productos tienen garantía en Buenos Aires... y si quiere se los entregan en su hotel aquí en Iguazú. Solo tiene que pagar el 30 por ciento allá. No hay riesgo.” El muchacho, este Hernán, no tiene más de 24 o 25 años pero ya maneja los códigos de su oficio. Vio a un “porteño” y desovilló el libreto. “Usted puede ir por su cuenta, claro, –se sincero – pero recuerde, no compre en la calle, lo estafan”. Este consejo gratuito el cronista ya lo había escuchado de boca de la conserje de un hostel. Entre el griterío de adolescentes de Israel, mezclado con holandeses que nunca faltan, la mujer, joven y pulposa, había sentenciado: “Vaya a los locales… la calle es un riesgo”.

“Es fácil decirlo” pensó el cronista parado en medio de una de las decenas de calles de Ciudad del Este, más rodeado que Penélope en la Ítaca sin Ulises. Un adolescente alto trataba de disimular su necesidad tras un discurso sólido. Ofrecía un pendrive de 16 giga a 10 dólares. Ante el primer no, bajó a 8 dólares. El segundo No obtuvo por contrarréplica un blíster de pequeños comprimidos azules. “24 a 50 pesos” dijo como quien abría la puerta del paraíso. “¿Viagra?” preguntó el cronista que todavía no había resuelto su duda con el pendrive de 16 giga. “No, gracias”. “Por 10 le doy el pendrive y un blíster” redondeó el muchacho. El cronista creyó que la oferta era demasiado buena para desecharla y demasiado riesgosa para aceptarla. ¿Cuál será la próxima propuesta? se preguntó, y decidió seguir caminando sin responder. A veces la mala educación es un salvavidas. “Porteño de mierda” habrá pensado. Y bueno, se dijo el cronista, que le hace una mancha más al tigre.
Hernán, el tachero de Puerto Iguazú, sabía todo sobre Ciudad del Este. Con cada frase me recordaba aquello de “A la frontera hay que saber manejarla” que había acuñado el uruguayo. “Ropa? No… sólo electrónica. Lo demás se consigue aquí al mismo precio.” “Pero me dijeron que…” insistí. “Quiere que le cuente algo” y el tachero lanzó su infidencia como si el cronista fuera su amigo de años. Claro, el cronista no le había dicho que era cronista, hasta ese momento era solo un pasajero y un potencial cliente. “Los otros días fui a la terminal de ómnibus a buscar unos paquetes. Tenía que llevarlos a Ciudad del Este. Bueno, dije, sin preguntar. Era ropa. Cuatro bagallos, puse tres en el baúl y uno en el asiento de atrás y me fui. Era ropa. Para vender allá. ¿Sabe de dónde venía? De la Salada, de Buenos Aires…”
–¿Y las cosas pasan por la frontera así nomás, tranquilamente….? –preguntó con estudiada ingenuidad el cronista.
–A los taxistas no nos revisan. Si usted va por su cuenta pueda que tenga que declarar, sobre todo si el bulto es grande; pero si viene con nosotros, pasa cualquier cosa.
Cuando cruzó la frontera, el cronista reconoció que el paseo es más placido de lo que se espera. Solo existe la aduana argentina, después Brasil y Paraguay son un solo corazón. Nadie mira, nadie pregunta, nadie pierde el tiempo en registrar gente sin importancia.
En Migraciones argentina hay que mostrar el documento, y cuando se regresa, pasar los bultos que se llevan por un escáner. Nadie se detiene en nada. Es más, si el bulto queda en los buses, nadie se ocupa de rastrearlos. Cuando salía de Foz de Iguazu rumbo a Ciudad del Este, separadas por un puente de unos 200 metros, atiborrado de autos, camionetas y motos, con dos sendas peatonales a ambos lados, el cronista intentó ingresar en la oficina de migraciones de Brasil.
–Soy argentino –dijo –. Voy hacia Paraguay.
Una morena entrada en carnes que había archivado la famosa simpatía brasileña, miró al cronista como un marciano. “Siga… siga” dijo como molesta por la impertinencia de querer mostrar documentos en una frontera internacional.
El puente cruza un río manso que nadie mira. En el medio, una isla con árboles que nadie visita. En esa senda peatonal que conduce al paraíso del Este todo el mundo camina apurado. Algunos regresan con paquetes; otros traen bultos en zorras de dos ruedas; y están los que acomodan sus cuerpos debajo de enormes bagallos sin identificación. Al fondo, decenas de edificios rompen la verde monotonía de la selva y el río.
Este enclave nacido en un lugar de ensueño tuvo su bautismo poético. Puerto Flor de Lis se llamó en 1957, cuando se fundó. Poco después la megalomanía de turno le ganó a la inspiración y la ciudad pasó a llamarse Puerto Stroessner, por el casi eterno dictador paraguayo que fue despegado del sillón presidencial en 1989. Tras un plebiscito, el antiguo puerto florido pasó a llamarse Ciudad de Este. Todavía se trataba de un punto bello y riesgoso. La selva no daba tregua pero algunos vieron la ventaja de tener estatus de “ciudad franca” como le llaman. En la actualidad es la tercera mayor zona de libre comercio del mundo, después de Miami y Hong Kong, un privilegio que muchos no saben cómo evaluar.
Con sus casi 400 mil habitantes podría decirse que es una de las ciudades más cosmopolitas del mundo: chinos, árabes, armenios, hindúes, judíos, brasileños, argentinos y hasta paraguayos pujan por vender casi lo mismo por los mismos precios. Su arquitectura es tan imponente como pretenciosa; hasta sobresale, en algún caso, un edificio de “buen gusto”. Pero eso es allá arriba, donde nadie mira. Por abajo, a ras del piso, es Latinoamérica en su máxima expresión. Las calles están abarrotadas de puestos callejeros que conformar a su vez sus propias calles, cubiertas por toldos, en algunos casos. Los frente de los edificios, si es que los tienen, quedan ocultos detrás de ese ejército de vendedores de ropa de todo tipo y color, de anteojos que imitan modas, perfumes, comidas típicas y de las otras, y chucherías del mundo informático.
En la otra vereda, otra sucesión de puestos, en las calles que cruzan, cientos de puestos similares se enfilan disputando cada centímetro. Las calles, alguna vez asfaltadas, conservan por horas charcos de una lluvia de ayer, que se renueva con la lluvia de hoy. En verano, el calor aprieta pero en casi todos lados hay sombra. En las esquinas, los postes sostienen con esfuerzo cientos de cables que van y vienen como víboras negras, y penetran en los edificios y en las galerías donde la luz y el aire escasean. Una muchacha flaca mezcla en una plancha caliente y ofrece a viva voz una comida no identificada. Un lento olor a grasa se mezcla con desodorantes y sahumerios, y quizás alguna especia insospechada. Si uno se distrae, ya tiene un vendedor encima. Si uno no tiene paquetes, es sospechoso. Un hombre muy delgado y de barbita rala, ofrece “picanas”. Son defensivas, claro, pero les llaman “picanas”.

La calle principal es un viaje de ida… nadie para; grandes camionetas negras con vidrios polarizados deambulan conducidas por fantasmas. Y cientos, o miles, de motos. Los motoqueros tienen una pechera amarilla, parecen un ejército en movimiento. Son “trasportadores”, por unos reales, o pesos, o dólares, cruzan pasajeros, de a uno, hasta Foz (como le dice a Foz de Iguazú). Los pasajeros, son temerarios. Mejor caminar. En Foz, una suerte de enredada terminal de ómnibus puede conducir, si se acierta al transporte, de regreso a Puerto Iguazú. Aquí tampoco se palpa la “alegría brasileña”, quizá hace mucho calor, o las cosas están muy caras, o están muy cerca de Ciudad del Este, vaya a saber. Parece que crecieron a su pesar y si bien en el centro se observan lindos edificios y coquetas avenidas, en general, ofrece el aspecto de una ciudad desangelada. Como el puerto que se llamó Flor de Liz, como el río manso que nadie mira, como esa ciudad de rascacielos puesta a crecer en medio de lo que fue un paraíso, justo al Este.

(Una versión resumida de esta crónica se publicó en la revista CARAS&CARETAS, 2012)

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