Desde la cima del Kerketéus / Nerio Tello

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La naturaleza le concedió a Aristarco el don de la inteligencia, pero no el de la ubicuidad. Su madre lo hizo nacer de Samos, y su padre también. Éste, del que se sabe poco, le enseñó a mirar el cielo. Mas no le dio el don de la ubicuidad, la que al parecer, desconocían.
Aristarco de Samos bautizó las lunas y las estrellas y se extasió bajo la redondez celeste. Como le gustaba viajar pero la isla era muy chica, se conformaba con subir al monte Kerketéus y escudriñar esos misteriosos puntos luminosos que parecían palpitar. Su inteligencia le permitió idear un método para calcular las distancias relativas que había desde la Tierra hasta el Sol y la Luna. Su madre lo miraba con compasión; su padre, con incredulidad; los vecinos, con lástima.

Apoyado en cálculos imposibles de realizar en esa árida isla griega del siglo III antes de Cristo, Aristarco de Samos llegó a la peregrina conclusión de que la Tierra giraba alrededor del Sol. Es que la naturaleza, como se dijo, le había dado el don de la inteligencia pero no así el don de la ubicuidad. Durante casi dos mil años el Sol siguió girando alrededor de la Tierra sin atender la letanía de un hombre extraviado que escrutaba el cielo desde la cima del monte Kerketéus. Un hombre flaco que vivió equivocado mientras el mundo disfrutaba del placer de ver como el universo giraba a su alrededor. Nerio Tello

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