Emma Bovary / Gustave Flaubert

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Las señoras del pueblo admiraban su economía, los clientes su cortesía, los pobres su caridad. Pero ella estaba llena de concupiscencia, de rabia, de odio. Aquel vestido de pliegues rectos escondía un corazón agitado, y aquellos labios tan púdicos no contaban su tormenta. Estaba enamorada de León, y buscaba la soledad, a fin de poder deleitarse más a gusto en su imagen. La presencia de su persona turbaba la voluptuosidad de aquella meditación. Emma palpitaba al ruido de sus pasos; después, en su presencia la emoción decaía, y luego no le quedaba más que un inmenso estupor que terminaba en tristeza.

(...) Pero Emma, cuanto más se daba cuenta de su amor, más lo reprimía, para que no se notara y para disminuirlo. (...) Lo que la retenía, sin duda, era la pereza o el miedo, y el pudor también. Pensaba que lo había alejado demasiado, que ya no había tiempo, que todo estaba perdido. Después el orgullo, la satisfacción de decirse a sí misma: «Soy virtuosa» y de mirarse al espejo adoptando posturas resignadas la consolaba un poco del sacrificio que creía hacer.

Entonces, los apetitos de la carne, las codicias del dinero y las melancolías de la pasión, todo se confundía en un mismo sufrimiento; y, en vez de desviar su pensamiento, lo fijaba más, excitándose al dolor y buscando para ello todas las ocasiones. Se irritaba por un plato mal servido o por una puerta entreabierta, se lamentaba del terciopelo que no tenía, de la felicidad que le faltaba, de sus sueños demasiado elevados, de su casa demasiado pequeña. 

(Gustave Flaubert, Madame Bovary)
Ilustración de A. Richemont para una edición de Madame Bovary. 

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