Mi oficio / Natalia Ginzburg

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Mi oficio es escribir, y yo lo conozco bien y desde hace mucho tiempo. Confío en que no se me entenderá mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escribir me siento extraordinariamente a gusto y me muevo en un elemento que me parece conocer extraordinariamente bien: utilizo instrumentos que me son conocidos y familiares y los siento bien firmes en mis manos.


 (…) Cuando escribo (…) no pienso nunca que quizá hay una forma mejor de la que se sirven los otros escritores. Entendámonos: yo sólo puedo escribir historias. Si intento escribir un ensayo de crítica o un artículo para un periódico, de encargo, me va bastante mal. Lo que entonces escribo lo tengo que buscar fatigosamente como fuera de mí.  (…) cuando escribo historias soy como alguien que está en su tierra, por caminos que conoce desde la infancia y entre los muros y los árboles que son suyos. Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no entra la cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta que muera.

(…) Y, verdaderamente, he escrito un cierto número de cuentos, a intervalos de uno o dos meses, alguno bastante bello y otros no. Y he descubierto que uno se cansa cuando escribe algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo en serio así a la ligera, como con una mano solo, alegremente, sin molestarse apenas. Uno, cuando escribe algo serio, se mete dentro de ello, se hunde en ello hasta los ojos; (…) No puede esperar conservar intacta y fresca su cara felicidad, o su cara infelicidad; todo se aleja y se desvanece, y se queda sólo con su página, ninguna felicidad y ninguna infelicidad puede subsistir en él que no esté estrictamente ligada con esta página suya: no posee otra cosa y no pertenece a nada más, y si no le sucede así, entonces es señal de que su página no vale nada.

 (…) Hacía cuentos secos y lúcidos, bien llevados hasta el final, sin hinchar nada, sin errores de tono. Pero ocurrió que, en un cierto momento, me sentí harta. Las caras de las personas por la calle no me decían ya nada interesante. Estaba harta de mirar a las cosas y a la gente y de describirlas mentalmente. El mundo callaba para mí. No encontraba ya palabras para describirlo, no tenía ya palabras que me produjeran gran placer. No poseía ya nada.

 (…) Y, luego, me nacieron hijos, y, al principio, cuando eran muy pequeños, no lograba comprender cómo se podía hacer para escribir teniendo hijos. No comprendía cómo podría separarme de ellos para seguir a un personaje dentro de un cuento. Había empezado a despreciar mi oficio. De vez en cuando sentía una desesperada nostalgia de él, me sentía exiliada, pero me esforzaba por despreciarlo y ridiculizarlo para ocuparme sólo de los niños.

(…) Tenía nostalgia de mi ciudad, y la amaba mucho en el recuerdo, la amaba y comprendía su sentido como quizá no me había ocurrido cuando vivía en ella, y amaba también el pueblo donde estábamos, un pueblo polvoriento y blanco bajo el sol del sur, vastos prados de hierba áspera y seca se extendían bajo mis ventanas, y en el corazón soplaba con fuerza el recuerdo de los paseos de mi ciudad, de los plátanos y de las casas altas, y todo esto empezaba a arder alegremente en mi interior y sentía muchas ganas de escribir. Escribí un relato largo, el más largo de todos los que había escrito. Empezaba a escribir de nuevo como quien no ha escrito nunca, porque ya hacía mucho tiempo que no escribía, y las palabras estaban como lavadas y frescas, todo era de nuevo como intacto y lleno de sabor y de olor.

(…) cuando escribía lo que yo llamaba una novela, era una época muy feliz para mí. No había ocurrido nunca nada grave en mi vida, ignoraba la enfermedad, la traición, la soledad, la muerte. (…) Era feliz entonces de un modo pleno y tranquilo, sin miedo y sin ansia, y con una total confianza en la estabilidad y en la consistencia de la felicidad en el mundo. Cuando somos felices, nos sentimos más fríos, más lúcidos y distanciados de nuestra realidad. Cuando somos felices, tendemos a crear personajes muy distintos de nosotros, a verlos a la helada luz de las cosas ajenas, apartamos los ojos de nuestra alma feliz y satisfecha y los fijamos sin caridad en los otros seres, sin caridad, con un juicio burlón y cruel, irónico y soberbio, mientras la fantasía y la energía inventiva actúan con fuerza en nosotros.
 (…) Nuestra personal felicidad o infelicidad, nuestra condición terrestre, tiene una gran importancia en relación con lo que escribimos. He dicho antes que uno, en el momento en que escribe, es empujado milagrosamente a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida. Es así, en efecto. Pero el ser felices o infelices nos lleva a escribir de una u otra forma. Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, actúa de modo más vivaz nuestra memoria. El sufrimiento hace a la fantasía débil y perezosa; funciona, pero desganadamente y con languidez, con los débiles movimientos de los enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros dolientes y febriles; nos es difícil apartar la mirada de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos llenan. En las cosas que escribimos afloran entonces continuamente recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no logramos imponerle silencio.

 (…) Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no logramos obtener todo este conjunto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital.
 (…) Mi oficio, entonces, siempre me ha rechazado, no ha querido saber nada de mí. Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distracción. No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de darnos de latigazos hasta que nos salga sangre, un amo que grita y nos condena. Nosotros tenemos que tragarnos saliva y lágrimas, y apretar los dientes, y limpiarnos la sangre de nuestras heridas, y servirle. Servirle cuando él nos lo pide. Entonces, nos ayuda también a mantenernos de pie, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre.

Así es mi oficio.  (…) Ya he dicho que no sé mucho sobre el valor de los resultados que me ha dado y que podrá darme; o, mejor, de los resultados ya obtenidos conozco su valor relativo, no absoluto, desde luego. Cuando escribo algo, en general pienso que es muy importante y que yo soy un gran escritor. Creo que les pasa a todos. Pero hay un rincón de mi espíritu en el que sé muy bien y siempre lo que soy, es decir, un pequeño, pequeño escritor. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho.

(…) Lo que es importante es tener la convicción de que es precisamente un oficio, una profesión, algo que se hará por toda la vida. Pero, como oficio, no es una broma. Hay en él innumerables peligros. Estamos amenazados por graves peligros hasta en el acto mismo de redactar nuestra página.  (…) Y hay el peligro de estafar con palabras que no existen verdaderamente en nosotros, que hemos encontrado aquí y allá, al azar, fuera de nosotros y que reunimos con habilidad porque hemos llegado a ser bastante vivos. Hay el peligro de ser demasiado vivos y estafar. Es un oficio bastante difícil, ya lo veis, pero es el más bonito que existe en el mundo.

 (…) Es un oficio que se nutre también de cosas horribles, come lo mejor y lo peor de nuestra vida, a su sangre afluyen lo mismo nuestros sentimientos buenos que los malos. Se nutre de nosotros y crece en nosotros. (Extracto del texto Mi oficio, de Natalia Guinzburg)

Il mio mestiere [Incluído en el libro Las pequeñas virtudes] Ediciones Acantilado. 2002. Traducción: Celia Filipetto

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