Mi oficio / Natalia Ginzburg
9:02Mi
oficio es escribir, y yo lo conozco bien y desde hace mucho
tiempo. Confío en que no se me entenderá mal: no sé nada sobre el valor de lo
que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escribir me
siento extraordinariamente a gusto y me muevo en un elemento que me parece
conocer extraordinariamente bien: utilizo instrumentos que me son conocidos y
familiares y los siento bien firmes en mis manos.
(…) Cuando escribo (…) no pienso nunca que
quizá hay una forma mejor de la que se sirven los otros escritores.
Entendámonos: yo sólo puedo escribir
historias. Si intento escribir un ensayo de crítica o un artículo para un
periódico, de encargo, me va bastante mal. Lo que entonces escribo lo tengo que
buscar fatigosamente como fuera de mí. (…) cuando escribo historias soy como alguien
que está en su tierra, por caminos que conoce desde la infancia y entre los
muros y los árboles que son suyos. Mi
oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi
vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no entra la cultura,
sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta que
muera.
(…)
Y, verdaderamente, he escrito un cierto número de cuentos, a intervalos de uno
o dos meses, alguno bastante bello y otros no. Y he descubierto que uno se
cansa cuando escribe algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no
puede esperar escribir algo en serio así a la ligera, como con una mano solo,
alegremente, sin molestarse apenas. Uno, cuando escribe algo serio, se mete
dentro de ello, se hunde en ello hasta los ojos; (…) No puede esperar conservar
intacta y fresca su cara felicidad, o su cara infelicidad; todo se aleja y se
desvanece, y se queda sólo con su página, ninguna felicidad y ninguna
infelicidad puede subsistir en él que no esté estrictamente ligada con esta
página suya: no posee otra cosa y no pertenece a nada más, y si no le sucede
así, entonces es señal de que su página no vale nada.
(…) Hacía cuentos secos y
lúcidos, bien llevados hasta el final, sin hinchar nada, sin errores de tono.
Pero ocurrió que, en un cierto momento, me sentí harta. Las caras de las
personas por la calle no me decían ya nada interesante. Estaba harta de mirar a
las cosas y a la gente y de describirlas mentalmente. El mundo callaba para mí. No encontraba ya palabras para describirlo, no
tenía ya palabras que me produjeran gran placer. No poseía ya nada.
(…) Y, luego, me nacieron hijos, y, al
principio, cuando eran muy pequeños, no lograba comprender cómo se podía hacer
para escribir teniendo hijos. No comprendía cómo podría separarme de ellos para
seguir a un personaje dentro de un cuento. Había empezado a despreciar mi
oficio. De vez en cuando sentía una desesperada
nostalgia de
él, me sentía exiliada, pero me esforzaba por despreciarlo y ridiculizarlo para
ocuparme sólo de los niños.
(…)
Tenía nostalgia de mi ciudad, y la amaba mucho en el recuerdo, la amaba y
comprendía su sentido como quizá no me había ocurrido cuando vivía en ella, y
amaba también el pueblo donde estábamos, un pueblo polvoriento y blanco bajo el
sol del sur, vastos prados de hierba áspera y seca se extendían bajo mis
ventanas, y en el corazón soplaba con fuerza el recuerdo de los paseos de mi
ciudad, de los plátanos y de las casas altas, y todo esto empezaba a arder
alegremente en mi interior y sentía muchas ganas de escribir. Escribí un relato
largo, el más largo de todos los que había escrito. Empezaba a escribir de
nuevo como quien no ha escrito nunca, porque ya hacía mucho tiempo que no
escribía, y las palabras estaban como
lavadas y frescas, todo era de nuevo como intacto y lleno de
sabor y de olor.
(…)
cuando escribía lo que yo llamaba una novela, era una época muy feliz para mí.
No había ocurrido nunca nada grave en mi vida, ignoraba la enfermedad, la
traición, la soledad, la muerte. (…) Era feliz entonces de un modo pleno y
tranquilo, sin miedo y sin ansia, y con una total confianza en la estabilidad y
en la consistencia de la felicidad en el mundo. Cuando somos felices, nos sentimos más fríos, más lúcidos y
distanciados de nuestra realidad. Cuando
somos felices, tendemos a crear personajes muy distintos de nosotros, a verlos a la
helada luz de las cosas ajenas, apartamos los ojos de nuestra alma feliz y
satisfecha y los fijamos sin caridad en los otros seres, sin caridad, con un
juicio burlón y cruel, irónico y soberbio, mientras la fantasía y la energía
inventiva actúan con fuerza en nosotros.
(…) Nuestra personal felicidad o infelicidad,
nuestra condición terrestre, tiene una gran importancia en relación con lo que
escribimos. He dicho antes que uno, en el momento en que escribe, es empujado
milagrosamente a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida. Es
así, en efecto. Pero el ser felices o infelices nos lleva a escribir de una u
otra forma. Cuando somos felices,
nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, actúa de modo más
vivaz nuestra memoria. El sufrimiento
hace a la fantasía débil y perezosa; funciona, pero desganadamente y con
languidez, con los débiles movimientos de los enfermos, con el cansancio y la
cautela de los miembros dolientes y febriles; nos es difícil apartar la mirada
de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos llenan. En
las cosas que escribimos afloran
entonces continuamente recuerdos de nuestro pasado,
nuestra propia voz resuena de continuo y no logramos imponerle silencio.
(…) Hay un peligro
en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que
escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de soberbia,
de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de
oscuridad, y si no logramos obtener todo este conjunto, nuestro resultado es
pobre, precario y escasamente vital.
(…) Mi oficio, entonces, siempre me ha
rechazado, no ha querido saber nada de mí. Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distracción.
No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de darnos de latigazos
hasta que nos salga sangre, un amo que grita y nos condena. Nosotros tenemos
que tragarnos saliva y lágrimas, y apretar los dientes, y limpiarnos la sangre
de nuestras heridas, y servirle. Servirle cuando él nos lo pide. Entonces, nos
ayuda también a mantenernos de pie, nos ayuda a
vencer la locura y el delirio, la desesperación y la fiebre.
Así
es mi oficio. (…) Ya he dicho que no sé
mucho sobre el valor de los resultados que me ha dado y que podrá darme; o,
mejor, de los resultados ya obtenidos conozco su valor relativo, no absoluto,
desde luego. Cuando escribo algo, en
general pienso que es muy importante y que yo soy un gran escritor.
Creo que les pasa a todos. Pero hay un rincón de mi espíritu en el que sé muy
bien y siempre lo que soy, es decir, un pequeño, pequeño escritor. Juro que lo
sé. Pero no me importa mucho.
(…)
Lo que es importante es tener la convicción de que es precisamente un oficio, una profesión, algo que se hará por toda la
vida. Pero, como oficio, no es una broma. Hay en él innumerables peligros.
Estamos amenazados por graves peligros hasta en el acto mismo de redactar
nuestra página. (…) Y hay el peligro de estafar con palabras que no existen verdaderamente en nosotros, que
hemos encontrado aquí y allá, al azar, fuera de nosotros y que reunimos con
habilidad porque hemos llegado a ser bastante vivos. Hay el peligro de ser
demasiado vivos y estafar. Es un oficio bastante difícil, ya lo veis, pero es el más bonito que
existe en el mundo.
(…) Es un oficio que se nutre también de cosas
horribles, come lo mejor y lo peor de nuestra vida, a su sangre afluyen lo
mismo nuestros sentimientos buenos que los malos. Se nutre de nosotros y crece en nosotros. (Extracto del texto Mi oficio, de Natalia Guinzburg)
Il mio mestiere [Incluído en el libro Las pequeñas virtudes] Ediciones Acantilado. 2002. Traducción: Celia Filipetto
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