Milongas de Buenos Aires / Nerio Tello

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Tango que me hiciste bien

Por Nerio Tello, para Caras y Caretas


El tango, dijo Discepolín, es un sentimiento triste que se baila. Pero cuando se traspasa las puertas que llevan hacia el oculto mundo de las milongas, cuando se mira a esa pequeña multitud abrazada, moviéndose al impulso de una música embrujada, se puede admitir que esos bailarines, esos abrazados, no conocen, o no comparten, la definición del autor de Cambalache. Están ahí, se mueven en círculos, casi no hablan, se dejan llevar, se acarician como amantes tímidos. El tango, parecen decir, es un sentimiento amoroso que se baila.


Cada día, todos los días, y en cualquier horario, en todos los horarios, una cofradía de fieles deambula por las milongas llevados por algún anzuelo invisible para el resto de los mortales. Más de 130 Milongas, algunas a las tres de la tarde, en días de semana, reúnen a mujeres y hombres de cualquier edad y circunstancia. En la pista, una igualación comunista los reduce a una condición: bailarines. Pero a la vez, integran una elite, diferente del resto de los mortales. Ellos, ellas, los que bailan, de este lado. Enfrente, el resto del mundo, los que no bailan, los que parecen distraídos en otra cosa.
Lo primero que sorprende a un neófito, es decir, a un no iniciado, a un ignorante de las virtudes del paso preciso y acompasado, es que la milonga no es un espacio físico sino una “organización”. Las milongas, cada una con su nombre, funcionan en locales, pero se llaman como se llaman. Algunas se abren en lugares especialmente pensados (como en novedoso Obelisco Tango, en el barrio de San Cristobal); otros se aquerencian en clubes barriales, como Villa Malcolm, en la Av. Córdoba. . O en el Sunderland Club, en Villa Urquiza. En ciertos casos son algunas asociaciones de colectividades las que promocionan milongas, como la Asociación Armenia que acoge a una de las más antiguas milongas de Buenos Aires: La viruta. Claro, también hay salones que devinieron milongas, pero lo que determina a la “milonga” es su concurrencia, no el espacio.  

“Cada bailarín va descubriendo donde se siente más a gusto” cuenta Susana Villalba, organizadora de la milonga de los domingos de El Beso, en Riobamba y Corrientes. “Aquí la gente viene porque es un espacio íntimo, entra mucha gente, pero parece un casa, un gran living. Hay otras se asemejan más a los bailes de antes, amplios, con grandes pistas… es cuestión de gustos”.

Otra cosa que sorprende son los rituales. La milonga los tiene. El cabeceo sigue siendo ley, pues si bien van muchas parejas, lo que prevalecen, al parecer, son las solas y solos (algunos días, generalmente los sábados, es para parejas, no exclusivas. Otros días, para solas y solos). El organizador u organizadora sienta a mujeres por un lado y hombres por otro; en mesas de tres o de cuatro. Ese es el código de que están disponibles para el baile. Ningún hombre se atrevería a sacar a bailar a una mujer acompañada por un caballero. El hombre  es el que hace la seña, y la mujer la que acepta. “Una viene dispuesta a bailar. No es normal que rechace una invitación” cuenta Mariana, una morocha que bordea los 50 y alardea con su escote por las pistas de La milonguita. “Si una mujer rechaza las invitaciones, para elegir un mejor compañero, o por lo que fuera, es posible que no baile en toda la noche. Los hombres se pasan la bola y nadie la saca, es un código.”
El código obliga al hombre a hacer un breve gesto desde su mesa. Y no se para hasta que es aceptado. Está mal visto que vaya a invitar a la dama hasta la mesa, aunque una vez aceptado es frecuente que camine hacia ella, mientras ella se levanta y camina hacia él. Todos hacen lo mismo. Solo que el cronista no alcanza a percibir el cabeceo. Parece que hombres y mujeres se eligieran por el olor, o por un sonido inaudible que los hace levantarse e ir cada uno hacia el otro, atraídos por el instinto del bailarín o la bailarina.

En La milonguita hay poca gente joven. Dos o tres muchachas de treinta y pico, y algún muchacho de esa edad. Lo que prevalecen son mujeres y hombres de más de 40. De más de 50, y de más de 60. Pero en la pista todos se unifican. Y todos y todas, bailan con todas y todos. Ellas lucen vestidos apretados, casi no hay pantalones. Las faldas a veces son cortas, otras muy cortas, negras en general. Otras damas se destacan por los escotes; al parecer, cada una luce sus mejores atributos. Todas usan zapatos de taco, y medias, muchas medias negras. Sensuales medias negras. Ellos van de “elegante sport”. Camisa y saco, o sweater, pantalón de vestir, zapatos. Hasta hay algún traje. No se ven zapatillas ni jeans. El código es el código.


Cuando los cófrades responden a ese llamado instintivo, se reúnen en un lugar, cerca de la pista. Algunos se dan un beso en la mejilla. Se saludan como viejos conocidos (en las milongas prevalecen los “habitúes”). Luego él la toma de la espalda y ella lo abraza por sobre el hombro. Algunas  mujeres colocan la mano cerca de la nuca del hombre; otras, en la espalda; y las hay aquellas que atraviesan el brazo “en bandolera”, todo depende de la altura del compañero. Pero siempre se abrazan como viejos amantes. Algunas apoyan su mejilla casi en la mejilla del varón. Otras reposan su frente en el mentón varonil. Y algunas simplemente dejan descansar su rostro sobre el hombro viril. Casi todos cierran los ojos. Y se dejan llevar. Fresedo, Troilo, D`Arienzo… mueven sus pies como si la naturaleza los hubiera hecho para esa actividad. Lo hacen con una naturalidad animal, con una ternura ingenua, con una sensualidad humana.


“Vine a bailar, solo a bailar” confiesa Elene, una muchacha de tez mate y ojos encantadores. Tiene 22 años, hace 15 días que está en Buenos Aires, y si la economía se lo permite, dice, se quedará un año al menos. “Solo para bailar”. Es holandesa, pero podría pasar por argentina. Salvo por la forma de morder las palabras en un castellano apenas entrenado. “A partir de agosto comienza la temporada alta” dice Susana, de El Beso. “Pero este año viene demorada, hay poco turismo y los extranjeros son un aporte sostenido y permanente en las milongas”.

Así como para bailar la masa de tangonautas se comunica por sonidos no audibles para el resto de los mortales, para reconocer las milongas tienen el mismo olfato. Alguna revista oculta devela los secretos de las fechas y los horarios, alguna página de internet tira una punta… pero lo que gana es el hábito y ese olfato felino. “Los viernes a las cuatro de la tarde estoy en La ideal. No falto nunca. Antes podía bailar diez horas seguidas, ahora con tres o cuatro me doy por satisfecho” cuenta Fernando, que desde que se jubiló como periodista, escribe cuentos y poesías. “Por ahí alguno te cuenta, fui a tal lado, y está buena esa milonga, entonces uno prueba. Pero somos animales de costumbres, los viernes los pies me traen solo hasta aquí” dice señalando la puerta de Suipacha… una de las milongas tradicionales.


En La Viruta alguien nos acerca a Fredy. En realidad se llama Fredrick con un apellido lleno de consonantes. Es austríaco, pero vive en Australia. Y viaja por casi todo el mundo. “A mí el tango me salvó la vida” dice como preámbulo. Al cronista le suena grandilocuente, pero está ahí, y Fredy quiere hablar. Cuenta que pasa gran parte de sus semanas en ciudades de Estados Unidos y Europa, de vez en cuando, Asia, y claro Río de Janeiro y Buenos Aires. Una multinacional paga sus gastos, y por lo visto, le paga bien. Es previsiblemente rubio, de ojos previsiblemente claros y de rostro lechoso, casi sin gestos. “Trabajaba durante el día y me pasaba las noches viendo televisión, cuando entendía, o navegando en internet. Odiaba viajar, creía que me iba a morir en alguna ciudad lejos de mi familia. Hasta que descubrí el tango.” Fredy sonríe. No miente, los austriacos al parece no mienten. “Desde hace seis años, se que en cualquier ciudad a donde voy, encuentro una milonga… Tengo amigos en Ámsterdam, en Chicago… en todos lados. Son milongas, algunas muy chicas, pero están en todo el mundo… y allí me encuentro con mis amigos. Ahora, amo viajar”.


Una morena treintona que emocionaría a un europeo, y también a un nativo, saluda de lejos a Fredy. Alguien que acaba de llegar, lo abraza y le da un beso. Fredy, piensa el cronista, no sólo tiene un millón de amigos sino que los tiene de todas las razas e idiomas. Al parecer, le salvaron la vida.
Orlando F. tiene cuerpo de deportista. Dice que cumplió 50, pero no le darían más de 40. Todo el pelo, ni una cana, espalda derecha y firme, ni un gramo de grasa. “Soy un bailarín de 8 puntos. Llevo siete años. Vengo a bailar para mejorar. Me encanta que la mujer se deje llevar, que se ablande en mis brazos… antes, cuando no sabía, todas me resultaban “pesadas” ahora, casi todas, livianas”.

Orlando dice que aprendió casi todo de un bailarín de Boedo, don Armando, lo menciona. Era pequeño y de nariz ganchuda, la primera vez que lo vio, se sintió decepcionado, pero cuando lo vio bailar, se le iluminó la vida; así dice Orlando. Y recuerda anécdotas, dichos del viejo Armando. Consciente de sus  escasos atributos, un día le confesó a media voz. “El tango es todo…. Mirá, si no fuera por el tango, yo hubiera muerto virgen”, dice que dijo. Y lo dice en serio, gravemente.
La milonga se divide en tandas de tango, o de milongas. Cuando hay tango, no hay milonga, y viceversa. La tanda dura cuatro temas. Luego, un corte de unos 30 segundos permite que las parejas se desarmen, vuelva a sus mesas y todo vuelve a comenzar. ¿Puede una pareja seguir bailando? “No corresponde” dice Alicia. “hay que volver a la mesa y quedar a disposición. Si no son novios  o matrimonios, cada uno debe volver a ofrecerse para el baile” resume la moral esta veterana de las milongas. ¿Pero se forman pareja? “Seguramente. Pero no es lo más común. El que forma pareja, va a bailar los días de parejas…” Por lo que se ve, muchos hombres son casados y van a bailar solos. También algunas mujeres, aunque es menos frecuente, admiten. Qué busca un hombre casado en la milonga, preguntamos. “Bailar” dice Alicia y sonríe con una dentadura demasiado perfecta para ser cierta.

El hombre ya cabeceó, se da vuelta y me guiña un ojo. La conversación, esos 30 segundos, ha terminado, ahora va a bailar. ¿En que trabajas? ´pregunta el cronista. Duda. “en una empresa grande…” dice misterioso, “estoy en marketing”. Y camina con paso seguro hacia la pista, una mujer de unos cuarenta muy bien acomodados, lo espera sonriente. El cronista piensa que el hombre sabe hacer las cosas, conoce la matriz de su oficio: esgrime sus fortalezas y no parece registrar debilidades. El tango suena y la pista se mueve; ya no hay amenazas, y los pies comienzan a danzar en este territorio de oportunidades.


Una versión reducida de esta crónica se publicó en la revista Caras y Caretas del mes de febrero de 2014.

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